domingo, 21 de agosto de 2011

Un café con sal, por favor.

Los reuní a todos en la sala de estar a las ocho en punto. Ni un minuto más ni un minuto menos tardaron en aparecer con aspecto aparentemente relajado pero se notaba cierta incertidumbre en sus ojos y sus gestos eran tensos porque, aunque creían que no les veía, se retorcían las manos detrás de la espalda.

Llevábamos años juntos, a mi pesar, aguantando sus bromas pesadas, ya que eran muy amigos del destino y me hacían pasar malas pasadas. Sus incordiantes visitas a altas horas de la madrugada cuando mi vulnerabilidad está a flor de piel aprovechando mis puntos flacos pero ya estaba más que harta. Esto tenía que acabar.

Ya les había puesto un ultimátum tiempo atrás pero como quien oye llover, me habían ignorado a pesar de haberles abierto expresamente la puerta para que salieran de mi morada. Ellos seguían en el umbral desnudando el ruido de mi mente sin la menor intención de partir.

"¿Por qué no desaparecéis y me dejáis en paz de una maldita vez?" me repetía una y otra vez cada vez que hacían su aparición estelar en medio de la calle, en la intimidad de mi cuarto, en los libros con dedicatorias de promesas perdidas, en el café de la esquina alumbrado únicamente con farolillos rojos y naranjas, en las bibliotecas de segunda mano llena de polvorientos libros abandonados a su suerte cual perro callejero.

Esta situación se ha pasado de la raya, no puedo permitirme acogerlos durante más tiempo.

Me enfrenté a mis demonios internos frente a una taza de café pero su sabor no dejaba el peculiar gusto de amargura y dulzura entremezclada sino que sabía a fuerza, valentía. Fue entonces cuando comprendieron que ya no tenían nada que hacer, que la batalla había terminado tiempo atrás y que nada les ataba a mi cuerpo, a mi mente.

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